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La profesión de vendedor está bien vista (y remunerada) en las empresas. De hecho, es fundamental. No se concibe un negocio que no venda. La venta es la primera línea de la cuenta de resultados, la que determina todo lo demás. Sin embargo, fuera de la empresa, en “la calle”, el vendedor es percibido con desconfianza. El común de los mortales, ese que se ve ajeno a todo lo que suene a gestión empresarial (por mucho que forme parte de alguna empresa, aunque sea pequeña), recela de todo aquel cuya tarjeta de visita reza “vendedor” o similar. En cuanto en una reunión social alguien se presenta como vendedor, alguno tuerce el gesto. Y mucha gente entra en las tiendas casi a hurtadillas, rehuyendo al vendedor.
A casi todo el mundo le gusta comprar, pero, paradójicamente, casi todo el mundo odia que le vendan. ¿Por qué esa especial animadversión hacia el vendedor? Es algo así como un temor atávico a que nos engañe, a que nos lleve a tomar una decisión en contra de nuestra voluntad.
Por supuesto, hay vendedores inteligentes y vendedores estúpidos. Ninguna novedad: sucede en cualquier otra profesión, ya sean médicos, abogados, arquitectos, periodistas o lo que sea. Claro, el vendedor es alguien que, forzosamente debe relacionarse. Esa visibilidad continua, “non stop”, le hace exponerse continuamente a los demás y, por tanto, es mucho más susceptible de críticas que otras profesiones. Además, las personas con perfil comercial suelen ser buenas comunicadoras y expansivas. Eso es algo que desde la óptica de los que se consideran no vendedores bordea el terreno de la charlatanería. Los auto-considerados no vendedores se sienten puros y auténticos: carecen de aviesas intenciones comerciales. Se sienten legitimados a cuestionar a los vendedores porque ellos nunca aspiran a vender nada. ¡Mentira! (ahora veremos por qué).
El buen vendedor sabe sobreponerse a las dificultades y perseverar, pero también sabe no insistir cuando el interlocutor ya no está por la labor. Y el buen vendedor no sólo vende los productos o servicios de su empresa, sino que se vende a él. Si no, sí sería estúpido. Si no te vendes mínimamente -eso sí, de forma inteligente, sutil y con gracia-, no logras gobernar tus relaciones profesionales y sociales. Un buen vendedor lo tiene claro y, por tanto, aprovecha sus dotes comerciales para ofrecer a sus interlocutores –ya sean clientes o amigos- su mejor lado. Es ley de vida.
El problema es que los que abominan de la venta, los que recelan de ella, ¡nos quieren vender que no venden! Y eso, qué le vamos a hacer, ¡es también vender…! Y no sólo eso: ellos –al igual que los vendedores- empiezan el día eligiendo la ropa que se van a poner (es decir, la imagen que van a vender ese día), se venden para conquistar una pareja, se venden para lograr un puesto de trabajo y así podríamos seguir “ad infinitum”. Pero, ajenos a esa evidencia, en cuanto pueden, echan pestes de los vendedores y de la venta.
No nos engañemos. Los humanos somos animales sociales. Cada cual a su manera, pero quién más quien menos aspira al éxito social, con todos los matices y enfoques que pueda tener el concepto “éxito”.
El vendedor que trasciende su profesión y utiliza sus habilidades comerciales en la esfera social hace bien (si lo hace en la justa medida y con inteligencia). El (presunto) “no vendedor” que –en aras de una supuesta autenticidad o pureza casi moral- convierte en cuestión de estado el vendernos que él no vende, que él no está “corrompido” por fines comerciales, ese es el verdadero impostor. Engaña mucho más que el peor de los vendedores. Craso error.
Resumiendo, en el campo de las relaciones sociales también hay vencedores y vencidos. O vendedores y vendidos. Por algo el dramaturgo Arthur Miller (¡y fugaz marido de Marilyn Monroe!) dijo que “cada hombre vale lo que puede vender”.

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